En el verano de 1876, caída dos años antes la República tras el golpe de fuerza de don Manuel Pavía y Alburquerque, llega a la Dehesa de Matamoros, huésped de su propietario, a descansar de un ajetreado viaje con estancias sucesivas en Madrid, Portugal, Francia e Italia, el expresidente don Emilio Castelar. La que vivió en la Dehesa fue una etapa insólita para quien conocía poco el descanso. Y al terminarla, le escribe a su solícito amigo don Ramón de Campoamor una carta de seis páginas deliciosas y casi desconocida:
“Matamoros, 26 de septiembre de 1876
Sr. D. Ramón De Campoamor
Querido amigo:
No quiero partir de la dehesa, donde su amistad me procuró tan delicioso retiro, sin decirle cuán profundo es de mi agradecimiento. Su hacienda no tiene rival en toda España. Llanuras deliciosas, selvas de pinos y huertos deleitosos; junto a la carrasca, el granado y el naranjo; junto al abeto alpestre, la palma africana; en las laderas, el tomillo y el orégano; en las ramblas, la adelfa con la que se coronaban los poetas griegos, por todas partes, la luz meridional que entona y colora todos los objetos con deslumbradores arreboles; y en frente, un lago tranquilo, donde las blancas alas de las gaviotas se confunden con las lonas de las velas latinas; y en torno, a guisa de anillo, ese deslumbrador semicírculo del Mediterráneo, el mar de la lira y de la paleta, del arte y de la ciencia, parecido a un espejo del humano espíritu.
Le digo a usted, sin lisonja, que pocas veces he estado de esta suerte encantado, porque pocas veces han discurrido para mí tan encantadores meses, como estos dos meses del incomparable Matamoros.
¡Que variedad! El Mar Menor, muy semejante a las históricas lagunas de San Marcos, durmiendo en su reposo celeste al pie de una cordillera pintoresca de volcanes extintos. En sus lenguas de arenas, entre sus laberintos de cañas, por sus canales varios, saltan los peces y chispean como descargas eléctricas, que a la luz del sol brillan esplendorosamente. Más lejos, el Cabo Roig con sus dunas de color rosado, sus playas agrias, sus torres del Renacimiento, sus escollos sonoros como un arpa eólica, y sus esplendidos contrastes entre pálido coral de las rocas y el subido celeste de las olas. El ingreso en la dehesa por el camino nuevo no tiene igual. Estas colinas rojas sombreadas por las copas de los pinos verdísimos; estas cañadas hondas, cubiertas de higueras y olivos, tapizadas de romero y de palmito; allá abajo en el Mediterráneo celeste, allá arriba, como colgada de un desfiladero, la casa entre palmas, cipreses, terebintos y granados; todo esto tiene el aspecto de una granja meridional, con su cielo digno, de Oriente y un mar digno de Atenas o Corinto.
Algunas tardes hemos ido al convento. Su aspecto es más triste, pero más sublime que el riente de Matamoros. Los pinos se espesan; las tierras de labor se agrandan; las ruinas, que tanto exaltan los paisajes, se levantan entre los cactus gigantes de los áloes y de los nopales, como en la seca Palestina. El agua corre entre juncos y espadañas, acariciando a Dafne, que huye de los besos de Apolo, y una cinta de fresca vegetación de maizales, de naranjos, de palmeras, de granados, de melocotoneros y albaricoqueros dan a esta parte de la Dehesa el aspecto de una vega murciana o valenciana cobijada por una montaña al Norte. Todo lo hemos recorrido, y en todas direcciones. Hemos ido a las fiestas del Mar Menor y a las pescas de la Encañizada. Hemos navegado y viajado. Hemos recibido el rocío del cielo y el esplendor de la luna. Hemos apurado junto al brocal de aquel pozo las deliciosas aguas de La Bojosa. Hemos ido, caballeros en nuestros jacos, a departir con los ecos del Barranco; a explorar la enfermiza vegetación de la Glea; a recoger el aire son que exhalan los riscos cubiertos de tomillo en la Mincha; hemos admirado el tapiz aterciopelado que cubre el Rincón de enjambres; hemos creído descubrir un paisaje de Claudio de Lorena al entrever el Barranco de Lobo, con sus espesos bosques, con sus pintorescos riscos, con su vegetación primitiva, con sus enredaderas y sus lianas, semejantes a las plantas parasitas de la fecunda América. Hemos vivido en compañía y en familia con estos sencillos labradores, que tienen toda la finura y toda la caballerosidad de grandes señores. El inocente pavero y la pobre vieja que guarda las higueras; Antonio y Guillerminita; el fiel Pepe y el inteligente Francisco, la Sra. Encarnación, que dispensa de una hospitalidad tan franca en esta casa, animada por su bondad y su talento; todos, desde el guarda hasta los astutos medieros de la Bojosa, todos nos han obsequiado de suerte que no podremos encarecer bastante.
En la casa todo se ha encontrado repleto, desde la despensa hasta el botiquín. Nos encontrábamos en medio de la soledad con todos los refinamientos de la civilización.
Luego los amigos de Murcia, de Cartagena, de Torrevieja, y de Orihuela, nos han mandado caballos para montar, perros para la caza, coches y galeras para paseo, frutas de todas las vegas, pescados de todas las costas, cargas dulces, manojos de flores, hasta platos condimentados por ellos, todos cuantos regalos podía soñar la imaginación y pedir el gusto. Hasta las monjas nos han obsequiado, y hemos tenido unas conservas tan ricas, dealmiíbares tan deliciosos, que no creo los haya iguales. C. lo ha pasado muy bien; B. y M. encantadas de su residencia en estas delicias, T. disertando sobre el origen de todos los nombres y tan exaltado como Vd. a favor de la dehesa, no obstante sus aficiones al Norte; T., con unas botas de áureos pasadores, unos bombachos circasianos, un sombrero flamenco, una blusa-túnica, la caja de cuadros y pinturas al costado izquierdo, sobre la caja su silla de pintor, y al hombro derecho la escopeta cargada sin seguro, con la cual hasta ahora sólo ha conseguido cazar un tartanero, de suerte para saborear su caza hay necesidad de descender hasta la antropofagia. Bien es verdad que se excusa con una razón valedera, diciendo cómo liebres pertenecientes a Vd. deben ser muy agudas y muy listas. No quiero decirle cuánto le habré agradecido que me procure estas distracciones la controvertida dehesa, digna de ponerse en la esfera de la realidad a la altura que en la esfera del arte tienen las inmortales obras de su ilustre propietario. Póngame Vd. a los pies de G., y mande como guste a su agradecido amigo, que de veras le quiere, EMILIO CASTELAR.”
Esta exquisita carta es la más exacta, precisa y preciosista descripción de la Dehesa que hemos podido leer y permite conservar una imagen real y luminosa de cómo era la hacienda en tiempos pretéritos. Y 149 años después nos toca a nosotros disfrutar del verano en la Dehesa de Campoamor, al igual que nuestro protagonista don Emilio Castelar.
Fuente: Libro. “La Dehesa de Campoamor”. Rafael Mellado Pérez.
Pasajes de Campoamor. Artículo de Víctor de la Guardia Navarro par ala revista en papel de Campoamor.com 2025.





